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Una educación hacia fuera

En el arranque del texto de apertura de este debate [Y después de la Lomloe, qué? La Educación ante los desafíos del siglo XXI, organizado por la fundación Espacio Público] se plantea, con acierto, que para hablar de política educativa es necesario entender por qué se producen tensiones en la educación, lo que lleva inmediatamente a pensar en torno a qué concepción de la educación tenemos. En esta intervención pretendo indagar en las tensiones epistemológicas que generan los modelos que enmarcan el desarrollo de las políticas educativas. Por tanto, más que una reflexión sobre la propia LOMLOE, se trata de criticar a los actuales modelos en pos de abrir el campo de elaboración de otros que puedan dar lugar, en última instancia, a leyes que orienten a la educación hacia propósitos emancipatorios. Esto supone entender la educación, en lugar de como adiestramiento y disciplina para encajar a los individuos en un rol productivo en la sociedad en la que se insertan, como el conjunto de teorías y prácticas que posibilitan transformar la realidad dada mediante pensamientos y acciones autónomos tanto de uno mismo como con los demás [1].

A partir de la Ilustración, el paradigma dominante en la educación ha sido el del “acceso al conocimiento” [1]. Para ser un ciudadano de pleno derecho y poder participar en la sociedad es condición necesaria contar con formación en una serie de materias. Así se originó la educación universal, obligatoria y pública, lo cual fue un enorme avance puesto que supuso un amplio proceso de democratización de la sociedad. Ahora bien, esta es solo una parte de esa historia. La contraparte es que esa promesa democratizadora no llegó a materializarse por completo.

Las enormes posibilidades abiertas entonces se cerraron a continuación puesto que los conocimientos considerados “válidos” no han sido objeto de deliberación. Es necesario preguntarse cuáles son esos conocimientos, quién los establece y con qué objetivo. Solo así es posible dilucidar si el acceso al conocimiento se vincula con la democratización de la sociedad o si meramente se trata de un adiestramiento y disciplina para insertar a la población en el sistema de producción. La decisión acerca de qué conocimientos son dignos de ser enseñados y cómo transmitirlos queda restringida a los que “ya saben”, élites expertas con intereses específicos.

Esto no hace más que reproducir el esquema platónico-idealista, dando mucha más importancia a conocimientos que se enfocan principalmente a disciplinas exclusivamente intelectuales (matemáticas, biología, lengua, etc) separadas de toda aplicación concreta; marginando conocimientos prácticos (cuyo ejemplo más claro es la situación de la Formación Profesional en el actual sistema educativo). El acceso al conocimiento se traduce en un marco de control en el que los sujetos (convertidos en objetos) son tratados como “menores de edad”: no saben nada, por lo que tienen que asimilar determinados conocimientos en una educación normativa que se enfoca en reproducir los valores socialmente aceptados [2], a riesgo de quedar excluidos de la sociedad si no cumplen con los requisitos.

Si bien el paradigma del acceso al conocimiento sigue condicionando la educación, en la actualidad encontramos otro paradigma, desarrollado en el marco de la Posmodernidad, que está ganando terreno, y que Marina Garcés denomina “aprender a aprender” [1]. Si bajo el acceso al conocimiento la cuestión clave es saber o no saber, con los derivados efectos de discriminación y opresión, ahora el centro se traslada a los aprendizajes y las competencias. A priori, este modelo desemboca en un marco de libertad, donde resuenan abundantemente palabras como “comprensión” y “empatía”, se anima a los educandos a construir sus propios conocimientos y se tiende a evitar la puesta de normas y reglas para respetar su autonomía [2].

Aunque este modelo supone una apertura en tanto que permite poner en cuestión los conocimientos legitimados y a quienes los legitiman puesto que pone el foco en las capacidades individuales y la situación personal de cada educando, precisamente por eso es perfectamente funcional a las dinámicas atomizadoras y competitivas que rigen la sociedad actual. La consecuencia es que se valora a los educandos según su “talento” y su “potencial” desde una lógica extractiva: hay que sacar todo el valor disponible para rentabilizarlo. De nuevo se produce automáticamente una marginación, aunque desde otra perspectiva: quienes no den el rendimiento necesario o, al menos, el que se espera de cada cual son etiquetados como residuales. Así, uno es libre en la medida que su comportamiento se adapte a los indicadores de eficacia y productividad.

Los debates en educación que, aplicando estos modelos de un modo u otro, contraponen conocimientos o aprendizajes, contenidos o competencias, además de encontrarse en un falso dilema, omiten los efectos de “cronificación del sujeto” [2], es decir, la reproducción, e incluso aumento, de las desigualdades entre quienes disponen del capital económico, social y cultural para aprovechar las oportunidades del sistema educativo actual y quienes se encuentran de partida en una posición subordinada en la estructura social.

Una educación social y digital para el siglo XXI

El punto de partida de lo que podría ser apenas un esbozo de un paradigma educativo radicalmente emancipatorio necesita dejar atrás tanto el modelo del acceso al conocimiento ordenado y legitimado desde arriba, como el del diseño y gestión de los comportamientos a través de unas determinadas competencias. Las posibilidades emancipatorias de ambos modelos han quedado constreñidas mediante la apropiación y el formateo de toda innovación educativa a la reproducción del orden establecido. Una educación subversiva, por contra, puede ser aquella que reelabore su relación con lo desconocido. Los paradigmas dominantes coinciden en asumir lo desconocido como un territorio a descubrir, conquistar y explotar, y la ignorancia como un enemigo al que combatir. Luz y oscuridad como una dicotomía enfrentada y el algoritmo como el brillo omnipresente que elimina cualquier rastro de sombra. La cuestión está en que un exceso de luz también ciega, ocultando tanto los sesgos y prejuicios sobre los que se construye el conocimiento legitimado, como otros conocimientos y formas de vida no codificados.

El reto de una educación del siglo XXI sería, entonces, una que aprendiese y enseñase a acoger y experimentar la desproporción entre lo que sabemos y lo que no sabemos [1]. Esta propuesta supone concebir la educación como un espacio abierto a la incertidumbre, donde el futuro no es perfectamente predecible y para el que, como dijo W. Benjamin, “el pasado guarda los recursos para la renovación del presente”. Una educación así no puede nacer de la obligación sino del deseo de explorar conjuntamente (educadores y educandos) una relación entre lo conocido y lo desconocido no conflictiva, sino generativa. Ante la educación como la asignación de futuros predeterminados, la educación como “antidestino” [2]. Para ello, es necesario elaborar un modelo educativo estructural que rehaga su relación con lo social y lo digital.

La reducción de la educación al aula/escuela como prácticamente la única institución educativa oficial y legítima es un sinsentido en la época actual, si no lo ha sido siempre. Al menos, si de lo que se trata es de que la educación sirva para algo más que para la inserción en un mercado laboral hipercompetitivo y precarizante. Si, en efecto, el propósito de la educación es formar a una ciudadanía crítica y participativa en los asuntos públicos no habrá más remedio que abrir los espacios educativos y tejer vínculos con lo que ocurre “fuera”. La educación abordada desde esta perspectiva ya tiene nombre – educación social – y se trata de un campo que, por estar encuadrado en las políticas sociales, suele estar ausente del debate en las políticas educativas. Pero, precisamente de lo que se trata es de que las políticas sociales y las políticas educativas dialoguen y se combinen. La educación social, entendida como el conjunto de prácticas educativas enfocadas en la inclusión social de las personas en la realidad de su época, tiene la potencia de ampliar la extensión y la intensidad de las instituciones educativas actuales. Desde la concepción de que las teorías y las prácticas educativas han de estar en movimiento, no solo adaptándose a la sociedad sino también transformándola, es necesario pasar de un aula con contenidos y metodologías atascados en un bucle y desconectados de la realidad, al aula como un nodo más de una red socioeducativa que habite en las bibliotecas, los museos, los centros sociales, culturales y juveniles, las calles y las plazas… y en el entorno digital.

Si se trata de conectar la educación con lo social es ineludible abordar el papel de las tecnologías y medios digitales. Es una obviedad que lo digital cada vez ocupa un lugar más central en todos los aspectos vitales, y la educación no es una excepción. También es obvio la pandemia ha supuesto un punto de inflexión en cuanto a la adaptación forzosa de las instituciones educativas al entorno digital para poder continuar con su actividad. La cuestión es cómo y en qué dirección. La aceleración de la digitalización en la educación tiende a la privatización (incluso en la educación pública) a causa de la contratación de servicios corporativos (Google, Microsoft, etc) en lugar del desarrollo de alternativas de hardware/software libre, públicas y soberanas. Estas empresas se benefician gracias a la datificación cada vez más extensiva e intensiva de la educación mediante la generación de perfiles del estudiantado, que contribuye a predeterminar los futuros de cada persona, etiquetando y categorizando según competencias y rendimiento, lo que luego, en conjunto con los datos extraídos en el resto de ámbitos, condiciona las posibilidades vitales (prestaciones sociales, créditos, oportunidades laborales, etc). Por tanto, ante la implantación irreflexiva de tecnologías digitales en las aulas, es urgente elaborar propuestas de educación digital que fomenten una comprensión crítica del entorno digital en combinación con una experimentación de sus posibilidades emancipatorias.

Quizás así, haciéndome eco de las luchas psicodélicas de los 60-70, la educación y las tecnologías digitales no sirvan para encontrar trabajo, sino para liberarnos de la necesidad de trabajar…

Notas:

Si este texto fuera una canción, sería un remix de dos libros. La base es [1] Escuela de Aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020) de la filósofa Marina Garcés, concretamente el capítulo 6 “Atrévete a no saber”, cuya síntesis me ha servido de esquema. Le he añadido los ritmos que compuso la pedagoga Violeta Núñez en [2] Pedagogía Social: Cartas para navegar en el nuevo milenio (Santillana, 1999), en especial del capítulo 1 “La pedagogía social”. Por último, ha resonado mientras escribía el texto La educación según John Dewey (Los libros de fronterad, 2017) de la colección elaborada por la filósofa Maite Larrauri y el ilustrador Max “Filosofía para profanos”.

 

[Texto publicado originalmente en la web de la Fundación Espacio Público]